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10. MARÍA, MADRE Y MAESTRA

Seguimos reflexionando sobre la educación familiar en la escuela de Nazaret. En esa joya litúrgica que es la Misa dedicada a Santa María de Nazaret, la Iglesia vuelve una y otra vez a reflexionar sobre el hecho de que María (¡y con Ella la Iglesia!) se convirtió en nuestra Madre y Maestra porque primero fue Madre y Maestra de Jesús, y antes fue primero suscitada y luego educada por Jesús para ser una perfecta discípula. En el hermoso prefacio de esta Misa se dice: "En la familiaridad cotidiana con su Hijo, en la casa de Nazaret, cuna de la Iglesia, María nos ofrece una preciosa lección de vida. Madre y discípula de Cristo Señor, guarda y medita en su corazón las primicias del Evangelio".


La familiaridad que contrajo con Jesús en el cumplimiento de su misión de Madre, llevó a María a convertirse en discípula de su Hijo, y es en virtud de su discipulado que ahora es nuestra Madre amorosa y Maestra autorizada. Esto sucedió -y no hay que subestimarlo- "unida a José, varón justo, por un vínculo de amor esponsal y virginal", el mismo amor que circula en la Iglesia y hace sobrenatural todo vínculo natural, que, abandonado a sí mismo, no resiste la prueba de la fragilidad, del pecado y de la muerte.

Y esto, por el simple hecho de que un niño necesita un padre y una madre, tanto en el orden natural como en el sobrenatural. Ninguna alquimia psicosociológica, ni ninguna presión sociopolítica deberían convencernos de lo contrario.


Para comprender la "preciosa enseñanza de vida" que irradia la casa de Nazaret para una educación familiar exitosa, tratemos de comparar, ayudados también por las reflexiones de Recalcati en su excelente libro “El secreto del Hijo”, las cuatro figuras paradigmáticas de la relación entre padres e hijos que nos transmiten la cultura y la Escritura: Layo y Edipo, el Padre misericordioso y el hijo pródigo, Abraham e Isaac, María-José y Jesús.


Pertenencia y libertad

Es interesante constatar que Jesús, que de niño se mostró sumamente libre, fue sin embargo filialmente sumiso a María y José, quienes a su vez fueron tomando conciencia del misterio del que su hijo era portador. A Jesús no se le ocurrió ser libre sin coacción, ni obedecer de manera servil: su identidad de hijo de Dios e hijo del hombre era perfectamente armoniosa. Jesús es el ideal concreto de todo hijo, el que inaugura la posibilidad de ser agradecido por el vínculo con los padres, pero también capaz de reconocer un origen y un destino mayores en Dios.


En la historia de Jesús, padres e hijos no se niegan ni se matan: hay tensiones, ciertamente, pero no desembocan en conflicto y ruptura. De adulto, Jesús tendrá la misión, vivida en perfecto y amoroso acuerdo con el Padre, y también con el consentimiento de la Madre, de dar su propia vida para redimir nuestra vida, y de ofrecer su muerte para liberar a todo hombre de la muerte, pero en su historia, a diferencia del relato griego o freudiano -en definitiva, a diferencia de la tragedia familiar que marca la experiencia del hombre y es rasgo fundamental de la cultura occidental-, no hay sombra de infanticidio ni de parricidio real o simbólico, ni rastro de pertenencia autoritaria o incestuosa. En la historia de Jesús, ley y libertad, vínculos familiares y destino personal, encuentran un feliz acuerdo humano y divino: nada inhumano, nada fanático.


En Nazaret, la empresa educativa que toda familia debe realizar, la de vivir un vínculo de libertad con sus hijos, la de ofrecer un afecto intenso y respetuoso de su propio misterio y del misterio de sus hijos, la de lograr un feliz equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo, entre la tradición y la innovación, triunfa plenamente. En Nazaret se da incluso el acontecer definitivo de Dios en el ciclo de las generaciones humanas.

En el espejo de Nazaret, es verdad para todos, que la relación paterno-filial es participación de lo no compartido, continuidad de la vida común y reconocimiento de la originalidad de cada uno. La experiencia de la filiación nunca es apropiación y posesión, sino siempre, de alguna manera, desplazamiento y descentramiento, y esto María y José empezaron a comprenderlo desde el principio, y lo vivieron hasta el final de manera ejemplar. Y Jesús, mejor que ningún otro hijo, fue verdaderamente hijo, es decir, supo heredar, hacer suyo, de forma original, lo que le había sido dado en herencia, llegando a ser Él mismo el fundamento de la nueva y eterna Alianza. Porque la tarea de un hijo -lo dice muy bien Recalcati- "no es repetir, sino retomar individualmente, subjetivamente, lo que le ha sido transmitido por quienes le precedieron".


El hijo perdido

Entre Layo y Edipo domina el miedo: Layo teme a su hijo, Edipo odia a su padre. Un destino de muerte se cierne sobre ambos: el padre intenta matar al hijo, el hijo mata al padre. Se aplica la ley del destino, no hay libertad ni gracia: "Edipo permanece fijo en la posición de quien, rechazando la deuda simbólica que le une al otro, reclama constantemente sólo su derecho sobre el otro. Además, el padre de Edipo no sabe transmitir a su hijo más herencia que su propio voto de muerte".

La historia de los padres autoritarios, incapaces de engendrar, y de los hijos ingratos y rebeldes, incapaces de heredar, es una historia que tiende a repetirse, a pesar de las mejores intenciones, de la autenticidad de los deseos y del amor sincero, casi siempre por "demasiado" amor.


Y, por favor, no digan, como se oye a menudo, que el amor nunca es demasiado: aquí "demasiado" significa amor excesivo, desequilibrado, inmaduro. El amor nunca es demasiado cuando es verdadero, pero eso está por ver. Sí, porque en general los padres aman sinceramente a sus hijos, y grande es el afecto que los hijos sienten por sus padres. Pero la cuestión es que ¡amar no es suficiente! El sentimiento de amor no protege contra la inexperiencia, la inmadurez, el egoísmo. No basta con crear las condiciones para que los hijos sean y se sientan verdaderamente libres y, por tanto, agradecidos por haber sido generados y deseosos de ser generadores a su vez.

Edipo es el hijo perdido, como perdido está todo hijo que no comprende la deuda de gratitud con quien le generó, y malinterpreta el sentido de la ley y la autoridad como despótico y opresor de su libertad. Es el hijo que aspira a la autoafirmación sin reconocimiento del otro: su deseo no conoce límites, porque no reconoce ninguna deuda. 'Yo no te pedí que vinieras al mundo', es el motivo de chantaje que legitima las pretensiones de muchos adolescentes. Hay que decir, sin embargo, que un niño así es a menudo fruto de unos padres que, al cubrirlo de cosas y cuidados, y no de testimonios de lo que es verdadero y bueno, se vuelve necesaria e irreprochablemente presuntuoso y pretencioso, egoísta y tiránico: es el niño -dice Recalcati- que "tiene la sensación de estar en perpetuo crédito, rechazando toda forma de deuda. Su exigencia no conoce límites porque se basa en la negación de la deuda". Esta parábola ilustra adecuadamente el destino del hijo cuando su justo derecho a la libertad se alza audazmente sin reconocer ninguna forma de procedencia. La exigencia imperativa - "¡dame!" - del hijo no honra al padre, sino que implícitamente le acusa de reservarse egoístamente toda su sustancia".


El hijo encontrado

El hijo encontrado es el de la parábola del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32). También él es un hijo perdido, como lo está su hermano mayor. Ambos malinterpretan la ley paterna, que al fin y al cabo educa para ser libres y agradecidos a la vez: el uno, tratando de imponerse mediante la transgresión; el otro, tratando de obtener la aprobación mediante la conformidad. El uno perdiendo los dones, el otro inhibido en medio de tantos dones.

Para ambos es decisiva, de manera diferente, la palabra del padre: 'hijo mío, ¡lo que es mío es tuyo! Para el hijo menor suena así: '¿por qué apropiarte de una herencia que nadie te quita? ¿Por qué quererlo todo y ahora, prematuramente y fuera de tiempo'? Para el mayor suena en cambio: '¡mira que eres hijo, no esclavo! ¡Puedes llevarte el cabrito cuando quieras con tus amigos'!


Ahora bien, ¿por qué el hijo menor se convierte en el hijo encontrado? Aquí: porque el padre va más allá de la ley, que condenaría al hijo, a través de la misericordia, que en cambio lo redime. En efecto -explica Recalcati-, aunque la ley impone la lapidación para los hijos que no honran a su padre y a su madre, este padre no hace uso de la ley que le confirmaría en su autoridad. Lo hace por primera vez privándose inmediatamente de su sustancia, no recordándole así que su herencia sólo le corresponde a su muerte. Como si le sugiriera: 'no necesitas matarme para ser tú mismo, ni violar la ley para disfrutar de la vida'. Lo hace por segunda vez negándole el trato de esclavo que su hijo esperaba y cubriéndole con las marcas de su hijo. Como si le dijera: 'No esperes la condena, sino el perdón. No miro tu pecado, sino que pienso que eres mi hijo'. Y lo hace por tercera vez al celebrar su regreso.

De ahí la lógica cristiana, que tantos padres creyentes y no creyentes han conocido y saben vivir: después de mil amonestaciones a sus hijos para que no hagan el mal y no se hagan daño, al final el mal es vencido por el bien, y esto les lleva a anticipar el perdón al arrepentimiento de su hijo, a celebrar haberle encontrado en lugar de echarle en cara sus errores. Porque el perdón no es fruto del mérito, sino un don que supera todo demérito. También aquí Recalcati lo dice bien: "El perdón no es merecido por el hijo, no recompensa el arrepentimiento. Al contrario, es lo que lo hace verdaderamente posible. Hace posible el arrepentimiento no como razonamiento cínico ("si mi padre conserva a sus asalariados, al menos me conservará a mí también..."), sino como conversión, cambio, auténtica transformación". Teológicamente, está claro: el arrepentimiento merece el perdón, pero el perdón lo provoca.

Lo notable, desde el punto de vista psicológico y educativo, es que aquí el hijo se encuentra, porque el padre tiene el valor de perderlo. Recalcati señala con razón que "la condición del hijo como tal exige siempre el derecho a la revuelta. La familia no puede agotar el horizonte del mundo.


Del mismo modo que la vida humana necesita aceptación, hogar, familia, con la misma intensidad necesita ir a otra parte, separarse, cultivar su propio secreto. Pertenencia y errancia son dos polos igualmente fundamentales en el proceso de humanización de la vida". En resumen: cuando los padres no aceptan el "riesgo educativo", intentarán proteger a su hijo con la fuerza de la ley (que hoy significa un exceso de cuidados, de palabras, de instrucciones, de explicaciones, de protecciones), desequilibrando la relación entre ley y deseo, que en cambio es esencial para el crecimiento del niño. Ahora, en cambio, la ley es sólo un pedagogo -dice san Pablo-, pero lo que cuenta es la gracia: por tanto, está mal que los hijos no observen la ley, pero igualmente está mal que los padres desempeñen el papel de intérpretes y guardianes de la ley. La ley tiene como contenido el amor, y el corazón del amor es la misericordia.


El hijo sacrificado

Es tan exigente llegar a ser padres y madres según el corazón de Dios, que nuestra fe se basa en lo que Dios obró en el corazón de Abraham, a quien de hecho los cristianos reconocen como su "padre en la fe". Ante el riesgo perenne de "apropiarse" de un hijo, tal vez como en el caso recibido como don milagroso de Dios, Dios pide a Abrahán que sacrifique a Isaac, y así educa a Abraham a perder a su hijo, a saber dejarlo marchar, a entregárselo a sí mismo, porque retener a un hijo por demasiado amor es impedirle hacerse hombre y lograr algo nuevo: "Abraham se enfrenta a una prueba que, en realidad, espera a todo padre. Dios es el otro simbólico de la ley que pide a todo padre real que renuncie a la propiedad del hijo que ha engendrado. ¿No es ésta la más alta manifestación del amor de un padre y, más en general, de todo padre hacia un hijo? Dejar ir al hijo, saber perderlo, sacrificar todo derecho de propiedad, abandonar, como le sucedió a Abraham, a su propio hijo al desierto".


Pero más aún, es tan costoso llegar a ser padres y madres según el corazón de Dios, que Dios Padre mismo realiza la justa relación paterno-filial poniendo en juego a su Hijo amado. Solemnes son aquí las palabras de san Juan para expresar la extremidad del amor de Dios por nosotros: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). ¡Sorprendente! Mientras que el sacrificio de Isaac exigido a Abrahán es en definitiva un "sacrificio suspendido" (Petrosino), el sacrificio del Hijo se consuma hasta el final: "Antes de la fiesta de Pascua, Jesús, sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). La paternidad no paternalista de Dios y, al pie de la cruz, la maternidad no paternalista de María, realizan la obra maestra de un hijo obediente y valiente, capaz de cumplir su misión hasta el final, y de convertirse en el paradigma de una vida lograda, cuya regla fundamental es que es vital dar la vida, mortal retenerla: "el que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará". (Mt 10, 39).


He aquí lo que los hijos deben aprender progresivamente para no crecer ni débiles ni engreídos: que la vida y el verdadero amor son alegría y sacrificio, disponibilidad para dar la vida aunque sólo sea por el hecho de haberla recibido, y gozo al experimentar -según la palabra del Señor- que "hay más alegría en dar que en recibir" (Hch 20,35). Y he aquí lo que los padres deben evitar: si en el pasado se les impusieron prematuramente demasiados sacrificios, hoy se corre el riesgo de complacer y saturar toda petición de gozo, tratando de evitar cualquier tipo de sacrificio. Quien tiene alguna experiencia de la vida, sabe bien lo que la Escritura ya asegura y repite:

"el hombre en la prosperidad no comprende, es como los animales que perecen" (Sal 48,3.21). Y sabe igualmente bien que, si se toman bien, las pruebas hacen crecer: "nos gloriamos incluso en la tribulación, sabiendo bien que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, virtud probada, y la virtud probada, esperanza" (Rom 5,3).


Roberto Carelli, SDB

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