5. MARÍA TIERRA DEL CIELO
"Mirar el mundo con ojos sabios", como nos invita a hacer el Papa aprendiendo de María, significa reconocer en los elementos de la creación la huella del amor de Dios y la llamada que nos dirige a responder al amor con amor, cuidando todo lo creado que se nos ha confiado. Junto con el agua, la tierra es esencial para la supervivencia y la vida humanas. Pero la tierra está bajo nuestros pies, por lo que puede suceder fácilmente que nos distraigamos, que olvidemos su importancia y valor.
En las múltiples manifestaciones de la crisis climática que estamos atravesando, un corazón sabio sabe reconocer el grito de la tierra y el grito de los pobres, que a menudo lo son precisamente porque están privados del acceso libre y digno a la tierra y a sus bienes. Una tierra para habitar y cultivar y una descendencia que pueda prolongar más allá de la muerte la vida de padres, hijos y nietos, son las dos caras de la promesa en la que Dios se compromete haciendo su alianza con Abraham.
La Escritura, por tanto, es muy consciente de la importancia de la tierra, en su concreción como fuente de subsistencia y lugar para vivir, así como en su significado simbólico, que remite a la fragilidad del ser humano y a su necesidad de conservar una buena relación con toda la Creación y con Dios.
Si el primer relato de la Creación describe el nacimiento del universo desde el vientre de Dios (Gn 1), el segundo relato de la Creación presenta a Dios como un alfarero, que forma al primer hombre de la tierra, y como un agricultor, que planta y cultiva un jardín en el que los seres humanos pueden vivir.
El género literario de la narración, por supuesto, no es histórico, sino simbólico. En muchas culturas antiguas, la creación del ser humano tuvo que ver con la tierra, reconocida como la gran madre, de la que todos los seres vivos reciben vida y alimento. La Sagrada Escritura acoge y transforma este mito, ciertamente difundido en la tierra de Canaán. El autor del Génesis, en efecto, no presenta la tierra como una divinidad femenina, sino como un elemento de la realidad creada por Dios, de la que Él, único Creador, se sirve para modelar al ser humano.
La Biblia expresa así nuestra dependencia del resto de la creación: aunque el ser humano es el único ser creado a imagen y semejanza de Dios, es el último en ser creado, después del cielo y de la tierra, según las plantas y los animales (Gn 1, 26-28). Toda la creación podría subsistir incluso sin la presencia del hombre y de la mujer, pero el hombre y la mujer no podrían sobrevivir sin los demás elementos naturales, gracias a los cuales encuentran un hogar, alimento y trabajo, como guardianes del jardín que Dios mismo les confía.
Además, la vida humana en la tierra está marcada por la necesidad de aprender de la experiencia y de discernir el bien del mal (cf. Jr 18, 2-6). En el ámbito de la historia, entre las otras criaturas a las que está vinculado, el ser humano hecho de tierra, experimenta así su fragilidad, su finitud, hasta el punto de encontrarse con el misterio de la muerte, que lo devuelve trágicamente a su origen: el seno de la tierra (Sb 9, 13-18).
En la primera carta a los Corintios, san Pablo recuerda el relato de la creación de Adán, el primer ser humano, tomado de la tierra, para afirmar que el verdadero Adán es el Cristo, el hombre que viene del cielo (1 Co 15, 45-49). Como descendientes del primer Adán, también nosotros estamos hechos de tierra, pero gracias al don del Espíritu del Resucitado, el verdadero Adán, nos hacemos partícipes de la resurrección de Jesús, descubrimos que estamos destinados al Cielo.
Como Cristo, también nosotros viviremos la muerte como un paso, no como una derrota definitiva: la tierra, donde seremos sepultados, como la tumba de Cristo, será para nosotros un vientre, del que resucitaremos para vivir para siempre en Dios. Continuando con el razonamiento de san Pablo, los Padres de la Iglesia comparan a María con la tierra virgen, aún no cultivada, del relato del Génesis, a partir de la cual el Espíritu Santo da forma a la nueva humanidad de su Hijo Jesús (Lc 1, 35).
María, además, es la Nueva Eva, que con su "sí" abre a Dios la posibilidad de restablecer la comunión con los seres humanos, destrozada por el rechazo de la primera Eva. María, en su cuerpo y en su corazón, es la tierra del cielo: el lugar frágil y humilde donde habita Dios. La actitud de acogida de María, además, no termina en el momento de la concepción de su Hijo. María renueva continuamente su fiat, a través de una multitud de pequeñas acciones concretas, que ofrecen al Hijo de Dios hecho hombre el terreno sobre el que poner sus pies. A María, en efecto, no sólo se le pide que dé un cuerpo a Cristo, sino que lo acompañe, en el tiempo de su vida oculta, en el largo camino que le espera para hacerse plenamente hombre. Es un camino que requiere cuidado, atención y sabiduría educativa (Lc 2,41-52).
En su predicación, Jesús utiliza a menudo imágenes tomadas del trabajo agrícola y de la vida en el campo (Mt 6,25-34). Ciertamente, era un gran observador y, a través de las parábolas, quería estimular a sus oyentes a mirar con su propia mirada la realidad que le rodeaba: la mirada de los sabios, capaces de reconocer en la vida cotidiana los signos de la presencia y del amor del Padre.
Es muy probable, además, que Jesús, al menos en su infancia, ayudara a María a cultivar un huerto o un pequeño campo. En aquella época, de hecho, incluso las familias de artesanos poseían un pequeño terreno en el que cultivar lo necesario para el sustento diario.
En las llamadas parábolas del crecimiento, suelen aparecer tres personajes: el campesino; la semilla; la tierra (Mc 4,1-32). La semilla representa el don de Dios: su Palabra, su gracia, su presencia que anticipa el reino de los cielos en esta tierra. La semilla lleva dentro de sí la fuerza para brotar y dar fruto. La tierra, en cambio, representa el corazón del ser humano, creado por Dios para recibir su don y ser muy fecundo. En otras palabras, dar fruto no es una elección que podamos hacer o no hacer. ¡Ser fecundos es el corazón de la vocación cristiana (Jn 15,16)! Por último, en la persona del campesino suelen estar representados los que colaboran con Dios en la difusión de su Palabra, comenzando por Jesús y continuando por sus discípulos de todos los tiempos.
Sin embargo, es importante recordar que el agricultor no tiene control sobre la vida de la semilla. Corresponde al agricultor sembrar, por un lado, y por otro cuidar la tierra, favoreciendo las condiciones que permitan que le permitan unos frutos más abundantes y mejores.
Caminar en la conversión ecológica significa aprender a cuidar la tierra y la semilla, como lo hace un buen agricultor, para que cada criatura pueda ser respetada y valorada como un don de Dios a toda la creación. De hecho, no falta nada en la creación, de lo que podemos necesitar para vivir, siempre y cuando sepamos compartir el don, para crecer en la solidaridad y en la fraternidad universal. Que María, nuestra Madre común, nos ayude y nos acompañe día a día en este largo camino.
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