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EL PRIMADO DE LA GRACIA: LA ALEGRÍA, DON DEL ESPÍRITU SANTO (LAS VIRTUDES TEOLOGALES).


Tenemos que aprender a vivir en nuestra debilidad, pero armados de una fe profunda, aceptar estar expuestos a nuestra debilidad y al mismo tiempo abandonados en la misericordia de Dios. Solo en nuestra debilidad somos vulnerables al amor de Dios y a su poder” (A. Louf).


Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, justamente con Él.

En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia que es una idolatría. ¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador, donde no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo que lo es todo y en todos. (Col 3, 1-5.9-11).


Alegraos siempre en el Señor; os los repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca, nada os preocupe, sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentada a Dios. y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús (Fil 4, 4-7).


1. Vivir en Cristo

“Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”. Así se introduce el Apóstol en la carta a los Colosenses, recordándonos nuestra radical vocación que se nos ha sido dada por el bautismo, es decir, la de “estar sepultados con Cristo para resucitar con Él […]despojados del hombre viejo, con sus obras, y revestidos de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador”.


Estamos llamados a redescubrir la fuerza del bautismo que se expresa en el primado de la gracia. La Santísima Trinidad ha tomado posesión de nuestra existencia y habita en nosotros. Lo expresa muy bien el mismo apóstol (1 Cor 6, 19-20). ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu que pertenecen a Dios”.


La vida espiritual es Cristo que vive en nosotros a través del Espíritu Santo. Que Cristo viva en nosotros a través de su Espíritu no es un píadoso afecto, sino la única posibilidad que tenemos de estar satisfechos. Se comprende, pues, que no es suficiente vivir “por” Cristo, sino que tenemos que pasar a vivir “con” Cristo para llegar a vivir “en” Cristo. Para que esto se realice es indispensable retroceder. Jesús afirma que es necesario perder la propia vida por Él y por el evangelio (Cfr. Mt 8,34 ss). ¿Pero cómo? ¿Y retroceder de dónde? Un pasaje de la primera a los Corintios nos descorre el velo: “A Él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así, -como está escrito-, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor” (1Cor 1, 30-31). Sabiduría, justicia, santificación, redención. Hay que retroceder a estos puntos. Cuando renuncio a ser para mí mismo, para mi sabiduría, mi justicia, mi santificación y mi redención, es cuando Cristo pasa del estar “conmigo” a vivir “en mí”.

Cuando el hombre comprende que Cristo es toda su riqueza, no necesita jugar a ser Dios o a disfrazarse de cortesano de sí mismo. O soy de Cristo o soy uno de tantos mortales invitados –sin quererlo- al carnaval de un mundo que pasa. Todo lo bueno que se quiera, pero siempre limitado. Si elegimos seguirle, pero no dejamos al espíritu santificarnos, nos quedamos en el vado, perdidos entre una fe insípida y un mundo contemplado lejos con nostalgia. Por absurdo, mejor nos hubiera sido, no haber conocido a Cristo.


La alegría reside en el calor de su presencia “en” nosotros, no en el solo por o en el con. Así escribía Isaac de Nínive: “Debes saber esto, amado mío: donde quiera que esté la alegría de Dios, esta procede del fervor, y, en todo lugar, la causa de la alegría es el fervor, porque donde no hay fervor, tampoco hay alegría”.


2. Una vida de fe, esperanza y caridad

El hombre espiritual, es decir, el que vive en el primado de la gracia, que deja que Cristo habite en él, tiene el corazón puro y por esto ve a Dios, participa de su sabiduría, es capaz de interpretar con una intuición sobrenatural las situaciones más difíciles, marcando la vía justa.

Podemos pensar, por ejemplo, en la Beata Eusebia Palomino, una sencilla monja a que trabajaba en la cocina, a la que sacerdotes, seminaristas, muchachas acudían a pedirla consejo para su camino de fe. La profundidad de su unión con Dios era el secreto de una sabiduría que se aprende solo bebiéndola en la fuente de la intimidad amorosa con el Señor.

Cuando San Pablo dice que “nosotros tenemos el pensamiento de Cristo” (1Cor 2,6), hace una afirmación muy seria.


La fe y la experiencia espiritual son el principio de un nuevo saber que alarga el horizonte de la razón, la abre a participar en la mens del Crucificado Resucitado. Tener el pensamiento de Cristo no significa solo tener “ideas” nuevas, sino un modo de pensar de sentir y de ser. Para darse cuenta de ello baste pensar en el durísimo reproche que Jesús dirigió a Pedro en Mc 8,33: “¡Aléjate de mí, Satanás!”. “¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Pedro, incluso después de haber confesado su fe mesiánica en Cristo, muestra no poseer todavía el pensamiento de Cristo, más aún, de razonar según una lógica que constituye un obstáculo en el camino de Jesús.

La virtud de la fe, en cambio, me lleva a tener “el pensamiento de Cristo” y entonces sé (lo experimento) que Dios me ama y que Cristo ha muerto por mí, por amor.

El Papa Francisco nos ofrece una extraordinaria presentación de esta cuestión en su primera encíclica, Lumen fidei, cuyo primer borrador lleva la firma de Benedicto XVI. En particular, en el número 18 de este texto es posible leer estas luminosas expresiones:


Para la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (Cfr. Jn 1,18). La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar.


En consecuencia, la esperanza es creer que en el fondo de todo cuanto existe está encerrado un bien y la misma esperanza está ligada indisolublemente a la fe, como afirma la carta a los Hebreos. “La fe es el fundamento de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1). La esperanza cristiana se resume bien en esta afirmación: “Al final, el comienzo”. La esperanza se funda precisamente en el final de Cristo, en su muerte que ha sido su verdadero comienzo en la resurrección. Nos consuela de aquello de lo que, desde siempre, experimentamos como “el fin”. El Dios de la esperanza crea siempre un nuevo inicio de la vida, mientras en la muerte nos despierta a nueva vida en su mundo que viene. La esperanza es “la fe proyectada hacia adelante”. Un gran literato y convertido francés, Charles Peguy, en su libro “El pórtico del misterio de la segunda virtud”, se imagna a la esperanza como una niña pequeña que da la mano a dos grandes hermanas, la fe y la caridad, y


la pequeña esperanza. Avanza. Y en medio de las dos hermanas mayores, aparece como dejándose llevar. Como una niña que no tuviese fuerza para caminar. Y que se pararía en medio del camino muy a su pesar. En realidad, es ella la que hace caminar a las otras dos. Y las arrastra. Y hace caminar a todos. Y las arrastra. Porque nunca se trabaja más que para los niños. Y las dos mayores no caminan más que para la pequeña […]. La esperanza no camina por sí misma. No va sola. Para esperar, niña mía, hay que ser muy felices, hay que haber obtenido, recibido una gracia muy grande.


¡Una vez más constatamos que el íntimo lazo de unión entre las virtudes teologales es la alegría! Para que esta esperanza sea posible hay que ser muy felices y tener experiencia de ser amados. La vida de gracia, en el fondo, es sencillamente esto: dejarse amar y amar.


En el amor, en el ágape, se resumen todas las virtudes como afirma espléndidamente el himno a la caridad de San Pablo: “En una palabra, quedan estas tres: la más grande es el amor” (1Cor 13,13) ¿Sabéis por qué? ¡Porque lo único que Dios Padre y el Hijo desean para nosotros es hacernos llegar su Amor, esto es, el Espíritu Santo, su gracia! De lo contrario todo está vacío, estéril, gris, no nos lleva a ninguna plenitud, a ninguna felicidad.


Cuando tenemos que renovarnos personal y comunitariamente, el punto de partida ha de ser siempre este: nuestras familias, nuestras comunidades, nuestras relaciones, mi misma vida o está fundada en el amor o no es nada. El punto de partida es dejar que Dios haga esto, que es el motivo por el que nos ha creado y redimido en su Hijo, por el que permanece con nosotros, en la Iglesia con su Espíritu.


En su amor se ocultan tres cosas que todos deseamos: pertenencia, significado y destino.


Pertenencia: solo el amor nos hace responder a la pregunta fundamental que atraviesa nuestra vida: ¿Yo, para quién soy? Uno puede disfrutar de la vida solo cuando siente que pertenece a alguien


Significado: solo el amor llena de sentido nuestra vida. Gran parte de las patologías espirituales y psicológicas que viven muchas personas, principalmente jóvenes, se deben a que no se sienten queridos.


Destino: Es la tercera característica. El amor nos da un destino. ¿Cuál es el destino de cada uno de nosotros? Volver a casa, con Él. Saberse amados y saber que tenemos una casa hacia la que estamos caminando. Tener un motivo por el que despertar. Sentir que todo lo que se hace tiene una dirección.


El amor nos atrae, y esto es el primado de la gracia, pero exige al mismo tiempo el compromiso de nuestra libertad, que exige crecer en aquellas virtudes sin las que el amor no encontraría la posibilidad de realizarse concretamente y se estancaría a nivel de sentimiento, o peor aún, de emoción.


3. Que tiene como fruto la alegría

El fruto de una vida vivida en la fe, en la esperanza y en la caridad, es la alegría, que se convierte así en el signo distintivo del cristiano. El Papa Francisco lo expresa muy bien en el principio de su texto programático Evangelii gaudium


La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (…).


El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.

Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» (n. 1-3).


La relación entre una vida informada por las virtudes teologales y la alegría está muy bien descrita en la Divina Comedia cuando Dante se encuentra próximo a la meta del Paraíso (canto XXIV). Al final de su extraordinario viaje tres apóstoles le preguntan sobre las tres virtudes teologales. San Pedro le examina sobre la fe, quien, tras haberle preguntado qué es la fe y si él la tiene, pregunta a Dante que de dónde la ha recibido. El príncipe de los apóstoles formula su pregunta de este modo: “Esta bendita alegría/ sobre la que toda virtud se basa / ¿dónde la has adquirido?” (: «Questa cara gioia / sopra la quale ogni virtù si fonda, / onde ti venne?»). Es evidente que la “bendita alegría” de la que aquí se habla es la preciosa perla –gema, joya- de la que afirma el evangelio que es la piedra preciosa por la que merece la pena sacrificar todo lo demás. No puede menos de venir a la mente otro pasaje de la Divina Comedia. Precisamente al inicio del camino, en el primer canto del Infierno, Dante se halla perdido en la selva oscura, ve a una persona y le pide ayuda. Es Virgilio, que le pregunta cómo es que no se decide a subir al “deleitoso monte / que es principio y razón de todo gozo”. No puede porque hay tres fieras que impiden el paso y, por tato, el poeta florentino deberá ser acompañado para “otro viaje”. Precisamente, el que le ha de llevar ante San Pedro. Viaje que tiene como meta la alegría, o mejor dicho, la felicidad a la que puede acceder solo quien ha encontrado la perla/ la piedra preciosa de la fe.


Verdaderamente la fe es la “anhelada alegría”, una felicidad que nos es querida “en la que toda virtud se funda”. Porque si la fe no fuera verdadera no podríamos tener plenamente la esperanza, dado que el mundo estaría destinado a la muerte, y no podríamos tener ni siquiera un amor pleno, capaz de aquel perdón total que solo Cristo donó desde la cruz. Cualquier otra virtud se fundamenta en la alegría de la fe, todo deseo de crecer en nuestra humanidad y todo camino de vida.


Pero hoy, más que nunca, es fundamental, como cristianos y como cristianos que viven el espíritu de Don Bosco, que el más bello fruto de nuestra vida de gracia sea la alegría de dar alegría. Este es el camino de la felicidad cristiana. Hoy es más necesario testimoniar con nuestra vida esta verdad: solo quien se compromete a hacer felices a los demás, puede ser feliz. Solo quien se compromete a crear las condiciones por las que los demás puedan vivir de alegría, puede saborear la alegría. Solo quien se preocupa para que la felicidad circule en la existencia de los demás, podrá hacer auténtica experiencia de felicidad.


Podemos terminar nuestra reflexión con una nota de realismo que nos ofrece San Francisco de Sales:

“Ir adelante con alegría y con el corazón abierto lo más que podáis; y si no os es posible caminar siempre con alegría, caminad siempre con valentía y confianza”.


Preguntas para la reflexión personal

  1. ¿Qué significa concretamente en tu vida vivir de fe, esperanza y caridad?

  2. ¿Qué te ha ayudado más en tu vida para crecer en estas virtudes, que son en primer lugar un don del cielo, pero que requieren la aportación de tu libertad?

  3. ¿Qué es lo que, en este período de tu vida, hace de freno en tu fe, tu esperanza y tu caridad?

  4. ¿Vives una alegría profunda, o vives en la ola de tus emociones?

Todos los días, en la oración, dar gracias a Dios por una cosa buena recibida, educándonos a sonreír también en la dificultad.

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